En el Londres de 1750, el consumo masivo de ginebra sumía a buena parte de la población en el alcoholismo. Frente a eso, las élites británicas buscaban bebidas sofisticadas, exóticas y potentes. Así comenzó el auge del vino de Jerez en el siglo XVIII: un caldo andaluz que ofrecía dulzor, estructura y una excelente conservación en largos trayectos marítimos.
Pero su expansión no fue sencilla. Los viticultores locales no podían garantizar ni el volumen ni la calidad que exigía el mercado inglés. Se vendía vino joven, a menudo fortificado en exceso, y sin estandarización. Para resolverlo, las grandes casas británicas decidieron actuar desde dentro.
Comerciantes como Fitz-Gerald, Garvey, Mac Kenzie o Duff Gordon se establecieron en Cádiz, Jerez y El Puerto de Santa María. Trajeron capital, conocimiento técnico y una nueva visión empresarial. Impulsaron la construcción de bodegas, almacenes y redes logísticas. En paralelo, introdujeron métodos como el sistema de criaderas y soleras, que permitió estabilizar y perfeccionar el sabor del Jerez.
El vino de Jerez en el siglo XVIII no solo conquistó los paladares británicos; cambió el tejido económico de la región. Surgió una clase comercial profesionalizada, vinculada a la exportación y abierta al mundo. Cádiz se consolidó como el puerto clave del comercio vitivinícola, y la comarca se transformó en uno de los centros de producción más importantes de Europa.
Ese empuje empresarial hizo que las exportaciones del Jerez se multiplicaran por tres en apenas unas décadas. Más allá del vino, lo que nació allí fue un nuevo modelo de industria vitivinícola.
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Historias del vino – El día que los ingleses hicieron suyo el vino de Jerez